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De la Mente y la Materia




Tengo ante mí este artículo del año ¡1958! de Arthur C. Clarke. Quiero compartirlo con ustedes, en parte para maravillarnos juntos con la vigencia del pensamiento del maestro, que incursiona tópicos que aún hoy en día siguen dando pábulo a –Arthur Clarke dixit– “gente que tiene intereses creados en algunas de las pseudo respuestas”, como así también para observar que, 50 años después, algunas áreas de la tecnología han superado los pronósticos más optimistas.


Los amantes de la obra de Clarke creerán entrever en este opúsculo, tal vez la semilla de lo que, años después, sería la computadora HAL 9000.


Arthur C. Clarke, © 1958, Mercury Press

D

urante miles de años la raza humana ha discutido, con singular falta de acuerdo, problemas tales como la existencia del alma, el significado de la personalidad, la relación entre la mente y el cuerpo, y –sobre todo– la posibilidad de sobrevivir a la muerte. El hecho de que la discusión sea tan acalorada hoy como en sus comienzos –la última fase del período neolítico– parece sugerir en verdad que los problemas no han sido correctamente planteados. Ciertos descubrimientos espectaculares de esta última década indican por su parte –con idéntica elocuencia– que es tiempo de presentarlos de otra forma.

Esos descubrimientos son puramente científicos, hecho que trastornará a mucha gente que tiene intereses creados en algunas de las pseudo respuestas hoy más comunes. Son descubrimientos que pertenecen casi exclusivamente a los campos de la biofísica, la neurología y la electrónica, y puede parecer improbable, a primera vista, que tales áreas de la tecnología moderna tengan alguna posible relación con los grandes problemas de la filosofía y la religión.

Sin embargo, hace cuatro siglos parecía igualmente improbable que varios miles de años de especulaciones cosmológicas, y que culminaron en fantasías poéticas tales como El paraíso perdido de Milton, pudieran ser borradas definitivamente por un par de lentes en un tubo. Hoy somos testigos de otra revolución científica, en un área que nos afecta más personalmente que cualquier descubrimiento astronómico.

Es evidente hoy que estamos muy cerca –a una distancia que nadie se hubiese atrevido a imaginar hace pocos años- de los secretos básicos de la vida misma. Herramientas tan fabulosas como el microscopio electrónico, que nos ha dado imágenes muy precisas de los elementos fundamentales del organismo vivo, nos están mostrando cómo se cruzó el puente que separa el mundo inorgánico del mundo de la vida. Unos años más, y el puente será cruzado otra vez en algún laboratorio. Que esos años sean diez o cien, poco importa. Muchos de los detalles de la electroquímica de la vida, fantásticamente compleja, nos eludirán aún durante generaciones, pero es ya indudable que no hay nada íntimamente misterioso, o fundamentalmente incognoscible en los procesos que crean y anima nuestros cuerpos. No son tampoco por esto menos maravillosos; el conocimiento verdadero, cuando destruye la superstición, pocas veces reduce el sentimiento de lo maravilloso. ¿Puede acaso compararse el mezquino universo de Milton con la grandeza de nuestro Universo?

Parece posible que el cerebro guarde sus secretos más tiempo que el cuerpo; pero la comprensión de los procesos del razonamiento y de la memoria, de todo ese complejo de fenómenos que agrupamos en el término “pensamiento” ha progresado también notablemente. En ese caso la revolución científica ha actuado en dos puntos distintos: por una parte investigando los mecanismos del cerebro, y por otra construyendo dispositivos electrónicos que muestran –a veces con sorprendente realismo- muchas de las formas de conducta de las criaturas sensibles. Y lo que es quizá más significativo, el desarrollo en gran escala de las computadoras gigantescas ha colaborado de modo notable en la destrucción de una ilusión: la de que hay algo trascendental en el cerebro, más allá de toda posibilidad de duplicación o imitación mecánicas.

Casi todas las actividades básicas de la mente han sido ya reproducidas, con mayor o menor éxito, por medios electrónicos. La memoria, la reacción intencional ante el ambiente, la habilidad de sacar conclusiones matemáticas o lógicas son hoy características comunes en máquinas de uso comercial. La capacidad de aprender de pasadas experiencias –de aprovechar los errores, evitando su repetición- ha sido reproducida ya en los laboratorios. Aún el atributo demasiado humano de la total impredectibilidad puede ser incorporado a la máquina si así se lo desea; y a veces es deseable, en cantidades cuidadosamente reguladas. Pues hay problemas que pueden volver locos a hombres y a máquinas, y la única solución en esos casos es un poder de elección indeterminado.

Estas similitudes han sido oscurecidas de algún modo por la oposición de los diseñadores de computadoras a que sus creaturas sean designadas con el nombre popular de “cerebros electrónicos”. Por una vez, sin embargo, es el público, y no el experto, quien tiene razón. Las computadoras actuales son cerebros electrónicos, dentro de ciertos niveles razonables límites. Es cierto que tienen la inteligencia de una tenia (aunque también, comúnmente, una memoria muy superior), pero esto no altera la situación básica.

Las computadoras electrónicas son muy importantes para la ciencia, los negocios y la tecnología; pero lo que aquí nos interesa son sus profundas implicaciones filosóficas. Pues han mostrado –en principio, al menos- que si la mente necesita un vehículo, ese vehículo puede tener muchas formas.

Antes de ver a dónde nos conduce esto, es necesario aclarar una confusión común. El abismo que separa la más adelantada computadora electrónica de la mente humana más simple parece tan hondo que mucha gente se hay negado a admitir la posibilidad de un puente. El cerebro de un hombre, se ha señalado, contiene aproximadamente diez billones de unidades operativas fundamentales, capaces de conectarse entre sí, en un número casi infinito de combinaciones. Una “prueba” muy citada de que no es posible ningún equivalente electrónico del cerebro afirma que una máquina semejante sería tan grande como el Empire State Building, y que necesitaría toda el agua del Niágara para enfriar sus billones de válvulas. Este mismo argumento sirve hoy para probar que tal máquina es posible.

Desde la fecha en que se construyeron las primeras computadoras, la voluminosa válvula generadora de calor ha sido sustituida en gran parte por el transistor del tamaño de un grano de arroz. Ya no necesitamos todo el Empire State Building; un piso sería suficiente, y el servicio ciudadano de agua corriente bastaría como sistema de enfriamiento. Pero aún esta reducción ha sido superada; el mismo transistor podría ser sustituido por el cryotrón (un dispositivo del diámetro de un cabello que opera según el principio de la superconductividad), más pequeño y más eficiente. Se supone que cualquiera de las gigantescas computadoras actuales podría caber en una valija de mano si se utilizase el cryotrón como elemento fundamental del circuito. Esto basta para replicar a las críticas de la escuela Empire State.

No aseguramos, sin embargo, que en el futuro cercano o remoto podamos construir un equivalente electrónico del cerebro humano. Pero la empresa no es intrínsecamente imposible, y visto el progreso de la tecnología durante los últimos cien años, sería muy tonto realmente declarar de modo categórico que nunca se llevará a cabo. La mayoría de los expertos en computadoras convendría probablemente en el hecho de que tarde o temprano nos encontraremos trabajando con entidades mecánicas capaces de pasar cualquier prueba concebible de inteligencia, y de conciencia de sí mismas, que pueda aplicársele al hombre. Estas máquinas tendrán menos unidades que muchos sistemas electrónicos actualmente en existencia –como la red telefónica de los Estados Unidos- aunque serán bastante más complicados.

A mucha gente le parece degradante que el cerebro humano, como el cuerpo humano, sea “sólo” una máquina electroquímica, y se niegan rotundamente a admitirlo. Esta actitud e s completamente absurda. El Taj Majal es “sólo” una masa de piedra; el techo de la Capilla Sixtina sólo yeso y pintura. El material carece de importancia: es la estructura lo significativo. ¿Sentirá un atleta que el deporte no tiene valor a causa del hecho innegable de que su cuerpo es un complicado artificio de bombas, palancas y fibras elásticas? Por supuesto que no; en verdad, el hecho añadirá celo e interés a su performance. (No es una coincidencia que el primer hombre capaz de cubrir una milla en cuatro minutos haya sido un médico.) Pudiera ocurrir que aprendamos a pesar adecuada y efectivamente cuando sepamos cómo pensamos.

No hemos de cometer el elemental error de suponer que los mecanismos de cerebro humano son necesariamente similares en todos sus detalles a los de las computadoras electrónicas de o hoy o de mañana. Ciertamente no, aunque sólo sea a causa de los diferentes elementos estructurales de unos y otros. Esto, sin embargo, tiene escasa importancia; lo que importa es que la memoria, la personalidad, todo aquello que compone un ser humano y lo distingue de todos los otros hombres, vivos o muertos, son ( ) el subproducto de los datos almacenados y los procesos de una computadora electrónica extremadamente compleja de cierta clase. El paréntesis en blanco, por otra parte, es para permitir que usted inserte la palabra “meramente”, si eso tranquiliza sus creencias. El aditamento alterará tanto la situación como “la aldea que decidió que la Tierra era plana”, de Kipling.

No sería una simplificación demasiado grave decir que un hombre es la suma de sus capacidades –el circuito que lo relaciona con el mundo exterior- y sus recuerdos –los depósitos de información que guardan la experiencia acumulada-. Puede haber otros componentes de la personalidad y la conducta de todos nosotros, pero éstos son los principales, y quizá los únicos que importan.

El almacenaje de información puede hacerse de muchos modos –marcas en un papel, surcos en un disco de cera, agujeros en un cartón- o, como parece hacerlo la naturaleza, utilizando un código de estructuras moleculares, como llaves Yale muy largas. La base física no tiene importancia; como se dijo antes, lo que cuenta es la estructura. Y de este simple hecho cabe concluir los más asombrosos resultados, asombrosos aún para aquellos de mis lectores que no han encontrado nada de sorprendente o discutible en lo que se ha dicho hasta ahora.

Una estructura se caracteriza, entre otras cosas, porque puede ser reproducida. Un buen ejemplo es la reproducción fonográfica: de la grabación matriz de una sinfonía puede sacarse un interminable número de copias idénticas (¿Idénticas? No estrictamente hablando, pero las diferencias son tan pequeñas que carecen de importancia práctica.) La duplicación de la personalidad humana sería un problema inmensamente más difícil, pero no fundamentalmente distinto. No podemos, en nuestra etapa primitiva de nuestra tecnología, ni siquiera sospechar cómo podría lograrse, así como Beethoven no podía haber imaginado nunca la técnica con que sería posible arrebatar al tiempo una interpretación de la Novena Sinfonía y salvarla para la eternidad.

El problema básico es el de grabar y reproducir –empleando estos términos en su sentido general- las vastas cantidades de información que definen la personalidad y la memoria. Sin embargo, el espacio requerido es realmente pequeño. Si la Naturaleza es capaz de comprimir la estructura del cuerpo humano en un par de células invisibles a simple vista, y los recuerdos de una vida en un pedazo de jalea d quince centímetros de largo, ¿es esperar demasiado que el hombre pueda un día hacer lo mismo con unos pocos metros cúbicos de electrónica? Al fin y al cabo, hoy podríamos meter la Biblioteca del Congreso en una caja de zapatos, si quisiésemos hacerlo, y la cantidad de información encerrada ahí sería comparable con la que define a un individuo humano. En un sentido estrictamente científico, la reencarnación es, pues, teóricamente posible. Si se pudiese reproducir la estructura física de un individuo hasta en su composición molecular –la biblioteca de la mente- no habría modo de distinguir entre el original y el duplicado. No tendría ningún sentido preguntar entonces ¿Quién es realmente Juan Pérez?. Los dos lo serían.

Si usted cree que esto es una fantasía absurda, sin ninguna importancia práctica, le espera una sorpresa. Pues le ha ocurrido a usted durante los últimos pocos meses; me habrá ocurrido a mí cuando lea usted estas palabras. Es este un simple hecho, pero un hecho que nunca pudo haber sido imaginado cuando las herramientas de la ciencia moderna no se habían vuelto aún hacia los mecanismos de la vida.

Los átomos de nuestro cuerpo cambian constantemente, son reemplazados tan rápidamente por otros –con materia obtenida de nuestros alimentos- que n os reconstruimos totalmente cada pocas semanas. Este incesante flujo de materia alcanza aún a los huesos. Todos nosotros nos movemos por el mundo como una llama, que se alimenta de su ambiente, expresándose en una momentánea estructura, y rechazando luego el humo y la ceniza. Sólo la llama no cambia –relativamente- hasta que se apaga al fin de la vida.

Se ha dicho que el hombre no se baña nunca dos veces en el mismo río; es igualmente cierto que el hombre que se mira en un espejo no se ve dos veces la misma cara. La corriente de la carne puede ser más lenta que el flujo del río hacia el mar, pero no es menos inexorable.

Vivimos por lo tanto en una especie de reencarnación continua, casi tan maravillosa como cualquier otra que se haya postulado alguna vez. Al mismo tiempo podemos advertir que otra idea popular de algunos místicos –la trasmigración a través de animales inferiores- no tiene base lógica. La personalidad y la memoria de un ser humano desbordan la limitada capacidad de almacenamiento de cualquier otro vertebrado, y mucho más la de un invertebrado, así como toda la herencia musical de la humanidad no puede ser encerrada en un disco de treinta centímetros.

El argumento que hemos expuesto nos permite dar ahora una respuesta definida y algo inesperada al viejo problema de la inmortalidad. Lo que nos ocurre cuando morimos no puede ser significativamente muy distinto de lo que le ocurre a la información registrada en una tarjeta Hollerith cuando alguien quema la tarjeta. Pero supongamos que la información haya sido guardada en otro lugar y se la utilice para preparar una tarjeta nueva. No habría forma de distinguir entre las dos tarjetas.

Alguna gente puede consolarse con el pensamiento de que esa “tarjetas-prototipos” (empleando el término en un sentido completamente general, que pudiera aplicarse a cualquier técnica de almacenamiento) existan siempre de algún modo, en alguna parte; otros considerarán esa actitud ligeramente egocéntrica. Sin embargo, aunque no sepamos hoy como recrear a alguien vivo, esto no tiene por que ser siempre así. Parece absurdo hablar de conservar a un ser humano en unos pocos kilómetros de cinta grabadora, pero sólo porque no disponemos hoy de los dispositivos capaces de resolver este problema. Si un día esto es posible, la muerte habrá perdido su poder sobre las mentes de los hombres.

No dudo de que mucha gente considerará estas especulaciones como ingenuamente mecanicistas, pues no pueden reconciliar tales imponderables como la personalidad, la inteligencia –aún el alma, si no se quiere renunciar a la palabra- con los conceptos de la electrónica o la teoría de la información. Tal actitud es un remanente del materialismo de siglo diecinueve, aunque algunos críticos rechazarán indignados esa acusación. Para mucha gente, en otros sentidos cultas, la palabra “máquina” despierta imágenes de manivelas, engranajes y palancas; mentalmente están todavía en la edad de la máquina de vapor. Son incapaces de imaginar la sutileza y sofisticación de las grandes computadoras que se producen hoy en los laboratorios (con un circuito de un millón de unidades, y el tamaño de una casa) y que no tienen prácticamente ninguna parte móvil, aunque son capaces de realizar cien mil operaciones por segundo. Las máquinas que estamos construyendo ahora difieren en especie tanto como en grado de todo lo que la humanidad ha visto hasta ahora, y su evolución ha comenzado apenas.

Nadie puede decir a dónde nos llevará esta evolución, pero en las nieblas del futuro se vislumbra vagamente un sueño –no digo una posibilidad- que ha asomado en casi todas las religiones del mundo. Como solo la estructura importa, ¿podrían existir la inteligencia y la mente sin materia? ¿En una relación, por ejemplo, de entidades puramente eléctricas o de haces de radiación? Hay alguna evidencia de que el espacio mismo tiene una estructura fundamental, y podría utilizarse en principio como medio de almacenar y emplear información.

Y así la inteligencia, que nació de las interacciones de la materia, y la utilizó como vehículo durante tanto tiempo, quizá pueda al fin liberarse de sus orígenes, como una mariposa escapa de la prisión de la crisálida. Y como la mariposa que asciende en el cielo de verano, quizá explore campos de experiencia que estaban totalmente fuera de su alcance en las metamorfosis anteriores.

¿Nos encontraremos ahora en un nivel que con el paso del tiempo culminará en algo que sólo la palabra “espíritu” puede describir? ¿Somos la crisálida, la larva, o quizá el huevo aún no incubado?